sábado, 11 de diciembre de 2010

Singular, segunda persona.




Demente, s. Estado mental melancólico de aquel cuyos argumentos somos incapaces de responder.
Ambrose Bierce



El cosmonauta detenido la semana pasada por la presunta sustracción de una constelación y su sutsitución por luciérnagas ilegalmente hasta allí transportadas, ha confesado ayer por la tarde el paradero de los astros robados que en el momento de su localización flotaban parsimoniosamente dentro del mismo tarro de cristal que había contenido los luminosos insectos. Considerando como atenuante el síndrome de demencia espacial, solo le ha sido imputado un delito de maltrato animal. Una sonda partirá mañana mismo desde la Guyana Francesa con la misión de recuperar los cadáveres de las luciérnagas.
Asoma los ojos por encima del periódico esperando observar alguna reacción. El vagón atestado seguía soñoliento, ensimismado. Frunce el ceño, resopla, cierra el periódico, lo dobla, lo desdobla, lo enrolla, lo arroja a la cabeza de un joven con auriculares que permanece impasible, cruza los brazos, cierra los ojos. El ceño fruncido.
Al volver a abrir los ojos el vagón se mostraba bastante despejado. Tan solo unos pocos pasajeros, arrullados por el traqueteo del tren, permanecían dormidos como habían estado desde algún lunes por la mañana hacía mucho tiempo; a juzgar por su estado de momificación, lo desfasado de sus ropas y lo amarillo de sus diarios fieramente apresados bajo sus axilas. Entonces a su lado una voz interrumpió el cotidiano ritual de atarse los cordones con el pensamiento:
-No entiendo tanto revuelo. A veces a los de ciudad se nos olvida que si algo sobra son precisamente estrellas.
-¿Me hablas a mi? –preguntó él sin dejar de mirarse los cordones.
-Te escuché cuando empezaste a leer en voz alta, luego me di cuenta de que en realidad no leías. También me fijé que llevas los cordones desatados. Que no entiendo tanto revuelo, vamos.
-Verás cielo, ¿te importa que te llame cielo? Da igual. Verás cielo, las estrellas significan mucho para la gente, aunque  nunca les hagan caso, ni jamás apenas se hayan molestado en conocer sus nombres o su número. Cada persona las ha incluido en su patrimonio particular, las siente suyas. Los niños las imaginan frías como copos de nieve azul, como tus ojos, que en cambio son cálidos, y evitan tocarlas por miedo a que se apaguen. Las estrellas son también como una máquina del tiempo, pues son siempre las mismas, y mirándolas es como si pudieras volver a cualquier instante pasado en el que ellas te devolvían la mirada desde el vacío infinito. Hay noches en las que ese vacío está tan abarrotado de ellas que se derraman sobre la superficie de los océanos, del más mísero charco. Es paradójico, como que siempre significa nunca. Nunca… Nunca me ato los cordones, si lo hago confío en que no tropezaré al pisármelos, confío demasiado, y no voy pendiente del camino, y entonces tropiezo. Por eso nunca me los ato, y voy siempre pendiente del camino, para no tropezar.
Se hizo un silencio relativo como una gasa tendida sobre el eterno e hipnótico traqueteo del tren. Aquella voz surgía tras unos labios que ahora debían permanecer cerrados, y él la imaginaba presa en su húmeda celda, cerrada por dentro, pensando en todo el tiempo que había permanecido enjaulada, en cómo se desenvolvería al salir, si sería capaz, si valdría la pena. Y a punto de suplicar la amnistía, aquellos labios volvieron a abrirse, liberando la voz:
-Sigo sin entender. Solo son un puñado de estrellas. Tampoco entiendo por qué te has inventado una noticia tan inverosímil, ni por qué fingías leerla en voz alta. Esta mañana hay un montón de cosas que no soy capaz de entender.
Volvió el silencio, pero esta vez era su voz la que se aferraba a las paredes de su prisión. Tras la puerta abierta la luz era demasiado fuerte, los espacios demasiado abiertos, y además estaba ella, esperándole.
-Los efectos secundarios se disuelven con las pastillas mientras se sumergen en ese remolino furioso, cuando tiro de la cadena; y entonces creo que puedo recordar. Recordar tu voz, tus ojos; porque sé que eres tú, siempre la misma, siempre empeñada en que me ate los cordones, siempre apareciendo cuando peor es la recaída. Siempre esa voz que me consuela, la única que a veces distingo entre el bullicio de la multitud. Hace tres días volví a deshacerme de la medicación, vacié el bote entero en el váter, pero no aparecías. Así que fui yo, lo confieso, robé aquella constelación y la metí en un tarro de cristal. Tal vez mi cara en los periódicos llamase tu atención, volverías a aparecer, volvería a oír tu voz; y quizás así averiguase quien soy, quien eres, por qué me cuidas. No, yo no quiero estar enfermo, pero tampoco quiero curarme. Y sé que tus ojos están ahí, mirándome, mientras yo estoy aquí paralizado. Y no quiero mirarte, no quiero tocarte; por miedo a que se apaguen.

lunes, 12 de julio de 2010

Una frase hecha




-Soñar con angelitos no es precisamente mi idea de pasar una buena noche. Me imagino rodeado de mocosos regordetes, dotados de esas ridículas alitas típicas de la imaginería barroca revoloteando por ahí. Y sus pequeñas arpas de baratillo en un perpetuo incordio a modo de banda sonora, pianissimo. O tal vez sean angelitos en un sentido más terrenal: esos mismos niños, sin alas, con las mismas aburridas buenas intenciones, su empalagosa inocencia y sus preguntas estúpidas. Si por lo menos fuesen diablillos podría pasar una entretenida noche repartiendo collejas, esquivando mordiscos, decomisando tridentes. Pero no, son edulcorados angelitos con los que pretende la gente que sueñe, y yo realmente no se si me lo desean de buena fe o es que tengo mas enemigos de los que yo pensaba.
-Era una frase hecha, hijo. Buenas noches.
-De acuerdo, mamá. Buenas noches. Sueña con los angelitos.
-En serio, hijo; vete a la mierda.

domingo, 27 de junio de 2010

Disciplina


La sangre con la que entró la letra aun estaba fresca cuando volvió a casa la conciencia y se encontró con aquel desorden monumental y unas huellas olorosas a hierro que se alejaban desde la puerta de atrás. Tendrá que volver, ha olvidado la razón.

Nosotros los niños


I am a baby in my universe

Rachid tiene una piedra en la mano, un barrio tatuado de guerra, un embargo y diez años. Isaac tiene simulacro de bomba bajo el pupitre, veinte olivos colonizados, la culpa de nada. Daniel tiene un álbum de cromos, miedo a lo que hay debajo de la cama, golosinas sin gluten y padre un día de cada siete. Bene tiene moscas en los ojos, un tejado de paja, un camioncito de lata, trescientos sesenta y cinco casquillos de bala. Ivana tiene su infancia guardada en la consigna de una estación, una catálogo de besos de atrezzo, una lágrima en cada almohada de cada orfanato y media botella de vodka. Wei tiene unos padres que querían un niño, una muñeca calva de enormes ojos azules, muchos kilos de patatas por pelar y el secreto guardado de una bolsa de caramelos. Jonathan tiene una radio que aun no habla ningún lenguaje verdadero, el colegio a quinientos baches de distancia, un pequeño puñado de hojas de coca en un lado de la boca y la visión turbadora de una niña desconocida en otro montículo del vertedero.

miércoles, 16 de junio de 2010

Gabrielle #19



Cientos de ojos, lucecitas titilantes, parpadeaban al unísono imitando el chasquido del segundero, impacientes. Puso el índice tembloroso sobre sus labios, mirando a su alrededor, el ceño fruncido; y la noche calló.
Agazapada entre los arbustos intentaba domarse el pulso encabritado mientras al tacto comprobaba la masa fría de su revólver, pero de repente pudo oír el ruido cercano del automóvil, y como siempre los temblores pararon de súbito. El murmullo del motor se detuvo, se apagaron las luces. Emergió como de una consistencia liviana de entre el matorral penumbroso; llevaba el pelo recogido con una pinza de plástico, unos vaqueros de niño, una camisa raída de hombre, los pequeños pies dentro de los zapatones de un muerto.
La oscuridad era absoluta, su aliada, su disfraz. Rodeó el automóvil como un animal acechante hasta situarse junto a la ventanilla del conductor. Canturreaba algo indescifrable muy por lo bajo, algo alegre, tal vez la sintonía de algún programa de televisión. Tras el cristal la llama de un mechero iluminó unos labios que sujetaban un cigarrillo. En el instante que una mariposa nocturna hacia restallar su larga lengua espiral y el fuego prendía las primeras briznas de tabaco, ella se mordió el labio inferior y apretó el gatillo.
El eco del disparo se disipaba con el humo del cañón, el cuerpo tendido sobre el asiento de al lado estaba engarzado de los trocitos del cristal. Subió al automóvil y buscó la billetera del fiambre con mañas de cirujano, y cuando la encontró, gruesa, repleta, unas manos se abalanzaron sobre su camisa y su cuello. Forcejeo, confusión. De unos cuantos torpes pero acertados manotazos sacó el soliviantado cadáver de la guantera una pequeña pistola del calibre veintidós. Aquel difunto rebelde emitía el gruñido gimiente de los estertores de la muerte mientras le oprimía el gaznate, haciéndola abrir tanto aquellos ojos del color de la melaza que toda la luz que podría allí haber fue capturada por ellos; y entonces pudo verla: Apenas una niña.
Retirando el dedo del gatillo de su veintidós alcanzó a mascullar: -Niña, ayúdame -Ella le miró atravesándole, sabiéndole extinto. -Suélteme, señor -dijo ella aparentando fragilidad, y el desvalido ruego fue atendido de inmediato. Al sentirse libre se revolvió en el habitáculo y escapó con la rapidez, agilidad y picardía de un pequeño capuchino sin cola, llevándose consigo la billetera y un pequeño paquete envuelto que había encontrado, entre tanto, en otro bolsillo. Detuvo su carrera a unos veinte metros; mientras recuperaba el aliento, y sin perder de vista el automóvil, examinaba el paquetito cuidadosamente envuelto. Tenía adosada una nota manuscrita: Hace treinta años me dijiste que de llevar lápiz de labios este que lleva tu nombre sería el único color que usarías. Espero que tú también te acuerdes.
Vuelta a casa, una noche más, sana y salva. Gracias diosito, gracias papá, gracias mamá, que me cuidan desde allá arribota. La ciudad bullía de noche, los olores circulaban en un tráfico paralelo, las luces confundían a insectos, borrachos y otras criaturas extraviadas. Subió las interminables escaleras que se retorcían entre las callejuelas de su barrio de arrabal. Ya tirada en la cama rebuscó dentro de una cajita repleta un pequeño espejo, una linterna moribunda. A media luz estrenó su lápiz de labios sirviéndose del espejito, se guiñó un ojo y se tiró un beso de buenas noches.

domingo, 13 de junio de 2010

Brevísima historia del agnosticismo


De madrugada, entre toboganes y columpios, tirita Dios aferrado a un vaso de plástico, aguantándose las ganas de orinar por no perder de vista al demonio, que le mira tal vez a él, de reojo, la mirada tendida sobre una sombra de ojos, carboncillo de misterio; enviándole con la brisa bocanadas de uno de esos perfumes producto de la ingeniería del deseo. Y el mundo huérfano se viene abajo al tiempo que Dios termina por orinarse en los pantalones, y el demonio, que apenas se tiene en pie, continúa mirando hacia ninguna parte, inocente y perdido.

Alejandro Millán
Junio 2010

No soy




Soy aquella trémula cometa de papel, el suspiro de gaviota que desmenuza una pequeña nube extraviada, esa gota de lluvia que nunca toca el suelo. Estoy disuelto en el aire que respiras, me pierdo en el laberinto de tus venas, peregrino desde tus poros al mar y salpico los ojos de impasibles cangrejos cuando rompo contra las rocas.

Me perdí de vista en una batalla cualquiera, de una guerra cualquiera, a la mitad de mi única vida. Es mentira que encontrasen mi cuerpo, pero tal vez sea cierto que lo dejé atrás al abandonar mis botas en una cuneta del camino, en dirección opuesta al tronar de la pólvora, a favor del viento húmedo del sur; la misma dirección que seguí yo, ligero, con o sin mi cuerpo.

Vi mis manos teñirse de malva sin dolor durante una nevada tardía de abril, y vi aparecer una mar oscura tras una niebla salobre, y una barca rendida sobre los guijarros, tapizada de rémora y desamparo. La marea subía espesa entre mis pies; no me gustó su caricia taimada en los tobillos y me refugié en el interior de la barca, hecho un ovillo tiritante, cubierto de unas redes pesadas y hediondas a brea, algas y pescado. Tuve sueños en los que miraba a mi madre muy desde abajo y ella me sonreía joven, hablándome de vez en cuando con palabras que yo no podía entender. Y me mecía envuelto en aquella nana de Otilio Galíndez, cuyo eco rebotaba sereno en cada tablón de la barca.
Duerme mi tripón
vamos a engañar la lechuza
y engañar al coco
que ya no asusta.


Duerme mi tripón
que mañana el sol
brillara en tu cuna
y te contará
como fue que un día
perdió la luna.

[…]

Y me sumerjo en un sueño dentro de otro en el que la marea me lleva con ella al bajar, descalzo, temblando de frío envuelto en fétidas piltrafas. Flotando a la deriva en una oscuridad densa, sin estrellas. Ni arriba ni abajo, ni fantasía ni realidad.

Soy el crepitar de la espuma sobre la arena seca, las olas que te revolcaban cuando con pocos años visitabas el mar, y el agua de los oídos y la sal del paladar. Te miro desde los ojos de cada animal que has descubierto, de cada extraño que creías conocer; desde los faros de un coche que te deslumbra; desde esa única luz en algún oscuro bosque, algún frio anochecer. Soy el rayo que pinta en acuarela un día fugaz en tu retina, el susurro de la brisa, el olor de la lluvia, el irisado tornasol del aceite que la contamina.

De aquella guerra apenas conservo el recuerdo del peso del fusil, la dureza de su mecanismo, la violencia del retroceso. Y en algún momento un estallido metálico seguido de un pinchazo ardiente en el pecho, y el zumbido en los oídos de inmensos artefactos bélicos cuyos motores humeantes queman sangre y petróleo. Apreté el puño con fuerza contra mi corazón en llamas, y sentí enfriarse su llanto mientras me alejaba en dirección opuesta al tronar de la pólvora, a favor del viento húmedo del sur. Tomé un último y profundo aliento justo antes de abandonar mis botas en una cuneta del camino.

El bramido colérico del océano me despierta, la herida ha tomado un color extraño y tiene un olor ácido, picante. La fiebre sube y cientos de medusas cubren de suaves besos la barca, y soy un soldadito de plástico, inmóvil, en un frágil barquito de papel en medio del azul incomensurable. Aparecen también tortugas vagabundas de ojos tranquilos que devoran con paciencia las medusas bajo la mirada siempre atenta y escrutadora de unos calamares gigantes, de cuerpos luminiscentes, que me acompañan en fantasmal escolta. Delirando, oigo las advertencias de una luna de cuarto creciente:

-El viaje será largo y penoso; el sol ampollará inclemente tu piel, el hambre será lacerante, los días un anticipo del infierno, las noches gélidas como el espacio exterior. Criaturas marinas intentarán hacer nido en tus oquedades, titánicas olas golpearán tu barca y tu esperanza. Los tiburones murmurarán a tus espaldas.

El tiempo fluye en todas direcciones, los acontecimientos se sortean, los recuerdos se disfrazan de premoniciones de un futuro improbable. Bebo el rocío que exprimo de mi camisa y me alimento de las amargas entrañas de incautos peces que mordisquean las puntas de mis dedos. La fiebre no baja, intento abrazar mi reflejo en el agua y caigo por la borda. Me hundo con los pies por delante, como si el soldadito de plástico se hubiese vuelto de plomo, por los nudos del tiempo. Tardo tanto en bajar que vuelvo a quedarme dormido, arrullado por los diminutos torbellinos del agua y el eco lejano de la nana de mi madre.

En el lecho oceánico la tranquilidad es apabullante, el silencio ensordecedor; hasta que, de cuclillas, hundo los dedos en el cieno y levanto una nube violeta de la que afloran miles de cangrejos, de un pálido azul de porcelana. Escojo y persigo a uno de ellos en su errática huida por aquel desierto abisal, hasta que se refugia en el imponente cadáver algodonoso de una ballena, banquete al que no soy invitado a juzgar por el indignado agitar de tentáculos y las miles de diminutas miradas de reprobación. De pronto llama mi atención una fuente de calor a mis espaldas, radiado por un remoto fulgor que ahora me atrae como a un insecto nocturno. Y como tal, poseso de una inquebrantable determinación, avanzo sin pausa ni atención a los obstáculos hacia aquel resplandor escarlata; y conforme avanzo la pendiente crece y es más pesada la marcha, por el calor, por el azufre.

El apremio se desvanece cuando llego al borde del cráter, donde me siento con las piernas colgando, observando la roca fundida manar. Recuerdo mis manos malva y las arrimo prudente a las colosales brasas del volcán esperando poder por fin calentármelas; y es entonces cuando puedo contemplar mi piel resquebrajada y cómo la corriente caliente devuelve a la superficie mi carne cubierta en ceniza.

Y sigo sin estar convencido de mi muerte, cada vez que abro los ojos estoy en un sitio distinto, soy algo distinto. Los años me han despejado el pensamiento, han ordenado mi memoria; y guardo recuerdos puntuales, escogidos al azar, como los aromas de naranja y clavo y canela y madera y pintura de una mujer cuyo nombre he olvidado ya. Pero me niego a haber perdido la vida en aquella guerra. No soy el instrumento inconsciente de avaricias ajenas. No soy la marioneta muda con sangre en las manos. No soy el jabón de las culpas de los poderosos.

Somos esas estrellas muertas hace millones de años que unes en constelaciones que no se parecen a nada; somos el cian, el magenta y el amarillo. Somos una voz infantil que te tira de la manga, el hálito fresco que entra por tu ventana una noche de verano, la belleza que habita en los ojos de una araña, cada sístole, cada diástole. Y todas, todas las cosas que no puedo imaginar.
[...]

Duerme mi tripón
ya se fue la tarde cansada
y llegó la noche
fresquita y muda.

Duerme mi tripón
abrirá tus ojos
la luz del alba
y te enseñará
ríos y caminos
y la montaña.

Alejandro Millán

Mayo 2010

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La piel dormida



Aquella cálida humedad parecía el destino de todos sus viajes. Se deslizó fuera lentamente para verse empapado de ella. Dejó su mano volar rasante desde la rodilla para posarse en la cintura y bajar reptando hasta sentir la presencia ósea de la cadera, y asiéndola con fuerza volvió a entrar recreándose aun mas que la primera vez en las texturas del camino, controlando esa respiración y ese pulso como el ladrón que escucha los chasquidos de la caja fuerte. El pulso podía sentirlo en sus labios, en la punta de su lengua, posesa de una repentina autonomía. Tendidos de lado no podía verle la cara, escudriñaba el ángulo de los hombros, el nacimiento del pelo en la nuca, el terciopelo de los lóbulos de las orejas; y acompasaba su respiración con la de ella cuando la espalda se expandía oprimiendo su pecho. Mientras, seguía inmerso en los recovecos de aquella gruta de aguas sulfurosas cuyas paredes palpitantes bullían y le aprisionaban lanzándole maldiciones para que no encontrase jamás una salida y no le quedase más remedio que continuar vagando por el interior intentando alcanzar el final del más estrecho pasadizo, revolcándose empapado contra las paredes.

-Blasfema -susurró, besándole la cima de las vertebras del cuello una a una con pausas de maestro- Dios todopoderoso no necesita que ni tu ni nadie traigáis su palabra a esta casa, ni a ningún otro sitio. El se pronunciará cuando estime si es que alguna vez lo considera necesario. Blasfema, jamás escucharé a quienes os erigís sus representantes en la tierra contraviniendo sus normas naturales, tan ajenos a su obra. Llegado el momento os llamará a todos por vuestros nombres y os exigirá explicaciones por todas las imposturas. Pero hasta entonces gírate, tu, blasfema, y bésame como Dios te ordena desde las entrañas y participa conmigo de su ley natural hasta que el entumecimiento te lo permita.

En la sala, al final del pasillo, aun humeaban dos tazas de café y una mosca destacaba en un castillito de terrones de azúcar. Hay una silla tirada en el suelo junto con unos cuantos folletines religiosos desperdigados y un sobrio abrigo de mujer que trepaba hasta cubrir un televisor doblando su antena. Un rastro de libros y cuadros derribados llevaba hasta el lugar de donde provenía el crujir de tablones del somier.

Al enfriarse el café una neblina fragante terminaba de despejarse mientras ella subía sus medias comprobando la ausencia de marcas. Terminó de vestirse a la velocidad que el viento suaviza las cumbres de las montañas, con la vista fija en la pequeña biblia granate, una edición ostentosa de letras doradas y tapas de cuero que yacía abierta boca abajo en el suelo y que había sido lo último de lo que se había desprendido antes de verse arrojada sobre el colchón. Tan grande fue la sorpresa que sujetó el librillo con tal fuerza que solo cayó de sus dedos al entrar a la habitación cuando las manos de él encontraron lo que buscaban entre pliegues de seda y encajes.

Ya vestida y antes de recoger la biblia del suelo que vociferaba regaños de monjas desde la moqueta, se dio la vuelta y lo vio tendido en la cama mirándola como un niño que examina los movimientos de una hormiga en su mano. Era mucho mayor que ella, que ya pasaba la cuarentena, y su cuerpo desnudo no podía ser más distinto a los que recordaba en las últimas fantasías que logró controlar hace tantos años cuando su característica férrea voluntad consiguió aplacar una sexualidad ya incipiente. Apenas conocía su nombre y algunos otros detalles nimios tras la presentación de rigor. Las letras del entendimiento acababan de disolvérsele en saliva y estaba perdida en las razones de aquel hombre, en la explicación de lo que acababa de pasar, de lo que había sentido, en un acertijo de intenciones y palabras confusas. Palabras tan duras, tal vez tan tiernas, quizás signo de demencia, o de la más lúcida cordura. Y sobre todo con la apremiante aparente necesidad e importancia de salir de allí cuanto antes.

Desorientada miró hacia un lado y se vio a si misma reflejada en un pequeño espejo con el pelo pegado a la cara con sudor y en las mejillas, los labios y los ojos, los colores de una edad que nunca había tenido. Con aquella férrea voluntad que la caracterizaba volvió a darle la espalda y empezó a desabrocharse el primer botón del vestido a la velocidad que el viento suaviza las cumbres de las montañas.

Alejandro Millán

Madrid, Marzo 2010.

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Algo confuso



Algo simple. Un bolígrafo azul. Azul la tinta, transparente el cuerpo. Bic. Algo complicado. Bic. Cuerpo transparente y tinta azul. Algo relajante. Enderezar clips. Intentar que vuelvan a serlo. Algo estresante. Punto y seguido, bromas aparte. Una hoja en blanco. Cheque en blanco que garabatear en bolígrafo azul. Bic. Me sobran los clips. Los rectos los primeros, el resto reirá mejor. Algo confuso. Estos puntos y seguido. Estas frases ametralladas. Porque no es bala, coma, bala. Es bala, muerte, punto, bala, muerte, punto. Algo confuso. Esta goma sin lápiz. Milán. Que esto no termine anunciando por fin el precio del bolígrafo. Bic. Quizás debería. Algo diáfano. Bien clarito para los amigos. La intención es lo que cuenta atrás en la voladura de las obras. La belleza de la serpiente coral. Otra vez algo confuso. La amenaza de la serpiente coral. Aquí una frase disfrazada de puntos suspensivos. Migas de pan. Silencio. Algo que imaginar. Un petrolero remontando un riachuelo. Algo que olvidar. Recuerda recordarme. Lo bailao si se quita. Si duele bucear en los recuerdos. Lo bailao si se quita. Algo necesario. Una señal que indique hacia donde es hacia delante. Una multa por dirección contraria. Este cheque en blanco. Este bolígrafo azul. Bic. Algo natural. Un león jugando con un ovillo de lana. Algo sorprendente. Un león jugando con un ovillo de lana. Que todo tenga un final. Algo natural. Migas de pan.

Alejandro Millán
Noviembre 2009

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Epílogo





- Si, esa historia, la de los pájaros. Cuéntamela otra vez.
- Es una historia para cuando alguien se va, y nadie se ha ido. ¿Por qué la quieres oir ahora?
-¿Por qué no simplemente me complaces?
- Cuentan las criaturas inverosímiles del riachuelo ese de allá, que hubo una vez por aqui unos pájaros. Unos pájaros que se emborrachaban con la fruta podrida que buscaban entre la hojarasca. Luego se perdian, ahogados en las fuentes; pero nadie les extrañaba. Bandadas enteras morian de frio cruzando montañas tras las cuales no habia nada. Y nadie les extrañaba. De cuando en cuando se encontraba alguno, desplumado por las palomas, cojo por un gato, acribillado por unos niños, muerto al fin y al cabo. Nadie le extrañaba. Alguna extraña peste hacia brotar de sus picos hormigas, y quedaban para siempre disecados en las ramas. Pero nadie los extrañaba. Hasta que un dia vieron la silueta del último perderse a lo lejos, intentando cruzar el mar. Pero no es una historia triste, porque nadie les extraña.

Alejandro Millán
Madrid 2009



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El tiburón de Groenlandia



-Permíteme que me ponga filosófico- le susurró a la farola en la que estaba recostado, sentado en el suelo. -Es inevitable, ¿sabes? Tu estás ahí arriba ocupada siendo el alma de una fiesta de polillas. Y quizás no te importe una mierda, pero yo estoy aquí abajo mirando como ese hilillo de sangre se diluye en la lluvia que encauza la calle. Y es difícil. Es difícil no ponerse filosófico. Es inevitable cuando lentamente se te escapa la vida por una agujerito; líquida, caliente. Y se que me abandona porque no puede hacer tanto frío cuando parece que para todas las jodidas criaturas del monte también se acaba el mundo esta noche.
Empiezo a temblar. Eres una última estrella rebelde ahí arriba y ya ni siquiera veo las polillas rondarte porque todo se me apaga. Se me apaga el tacto al final de brazos y piernas, se me apaga el color de la piel; incluso hace tiempo que se ha extinguido el dolor. De manera que ahora parece que te alejas en la oscuridad mientras me sumerjo cada vez mas en el frío. Es como si me hundiese en un pozo mientras me miras desde el borde con tu cara de boba.
Farola del tres al cuarto: En un lugar que tu raquítica luz jamás alumbrará habita el tiburón de Groenlandia; cuatrocientos años de vida a oscuras bajo la eterna capa de hielo. ¿Sabías tu eso? Qué vas a saber. Casi reconforta saber que por este camino no viviré tanto como el tiburón de Groenlandia.
Oh, de acuerdo; vete si quieres, y llévate esta respiración entrecortada contigo. Ahora me estorbáis; tu, la agonía, los grillos a lo lejos.
Mira, termina como terminan algunas películas: fundido al negro, al silencio, y nada más. Pero al contrario que en las películas, ese nada más llega sin adornos, sin tristezas, sin culpas. Je ne regrette rien.
Aburrimiento, oscuridad, y nada más. Parece que me perderé ruborizarme ante las sórdidas costumbres de los querubines, porque este bendito-maldito nada más amenaza con hacerse infinito; llevan dos mil años advirtiéndolo. Al fin y al cabo la muerte, por ser lo contrario de la vida, es sobre todo aburrida.
Vuelve la luz, y tendidos en el césped junto a el, unos ojos verdes esperan a que vuelva a decir algo. Sonríe: -Permíteme que me ponga filosófico-.

Alejandro Millán
Madrid, Julio 2009.

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Espacio finito


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El día que llegó le pareció el lugar mas gris, vasto e inhóspito que había pisado jamás. Pero por lo menos allí encontró una roca lisa donde sentarse. En el planeta anterior nubes moradas eran rasgadas en el horizonte por escarpados montes como de azabache en cuyas faldas una ingente cantidad de riachuelos de mercurio se entrelazaba en una intrincada red que lo atrapaba todo y que reflejaba en miles de direcciones la purpúrea luz de un cielo en permanente tormenta, donde los rayos te cabían en la palma de la mano y los truenos se escondían entre tus pies. Pero no había un sitio donde simplemente sentarse a descansar.

Aquí, ahora, en medio de este desierto monótono, sentado en su roca, miraba su nave de papel de plata estrellada. Tan falsa como la esperanza que la sustenta, dijo una vez.

Tan lejos de la comida y el agua no existe el hambre ni la sed, tan lejos del aire sus pulmones simplemente dormían, el espacio no congelaba ni hervía su sangre gracias a una bufanda que se quitaba o ponía a conveniencia. Sin barómetro no había presión de más o de menos que temer. Tenía todo el tiempo del mundo para pensar en el momento en que encontraría por fin aquello que había venido a buscar.

Pero ya no había nave de papel de plata, ya no habría mas planetas y el mapa deshecho por la lluvia hacía muchos años no le indicaría ninguna dirección hacia la que por lo menos quedarse mirando mientras el tiempo terminaba de pasar.

Empezó a ver pasar los siglos sentado en su roca y comenzó a distinguir entre tonos de gris, hasta que de pronto eran millones. Surgieron de las rocas caras familiares hasta que llegó un momento en el que en aquella soledad no cabía nadie más. Una multitud le pedía razones, le pedía cada día explicar por qué estaba allí tan lejos de casa, que a qué esperaba para volver, que por qué no pensaba en quienes había dejado atrás, que por qué, que por qué. A veces negaba con la cabeza, otras sollozaba, otras reía. Hasta que cerró los ojos para intentar gritar y se hizo el silencio. Los abrió y estaba de nuevo solo. Entonces empezó a hablar:

- Soy un naufrago en el espacio por propia voluntad, me trajo hasta aquí la promesa de un tesoro. Todos los días ella me hablaba de el, que tenia un tesoro, un tesoro magnífico. Y una noche me dijo que me diría donde estaba para que si algún día ella dejara de existir pudiera yo encontrarlo, y viendo lo valioso que era comprender tantas cosas y recordarla cada vez que abriese su cofre. Y ahora ya no me queda nada de ella, la lluvia se lo llevó todo. Solo me quedaba encontrar por fin ese tesoro que puede estar en cualquier lugar de este vacío infinito, pero llevo siglos, siglos aquí atrapado y solo espero que el tiempo termine de pasar.

Entonces frente a el brotaron de una roca unos labios para susurrar tímidamente: - Si puede estar en cualquier lugar, ¿por qué no ahora mismo bajo tus pies?

Los labios desaparecieron y tras secar con la bufanda sus lágrimas cimarronas empezó a escarbar con los dedos justo ahí, bajo sus pies. Y tuvo que volverlas a secar cuando tocó por primera vez el pequeño cofre de madera.

De rodillas en el suelo puso el cofre sobre la roca y lo abrió lentamente esperando encontrar algo que le recordase tanto a ella que casi pudiera sentirla en la yema de los dedos. Pero dentro del cofre no había nada más que una fina capa de arena en el fondo sobre la que caían ahora las lágrimas que aun no conseguía secar.

Quiso con los dedos retirar las pequeñas gotas oscuras y según iba removiendo la arena aparecía un brillo en el fondo del pequeño cofre, hasta que al final pudo verse a si mismo reflejado en el espejo que ella había colocado para que él pudiese ver un tesoro que solo se mostraba cuando era él quien lo veía, tan valioso como ella lo había pensado. Lo cerró de golpe y lo volvió a abrir, y allí estaba él otra vez. Hubo una sonrisa en algún lugar del universo finito.

Cuenta una tribu africana que una noche vieron sus niños nítidamente en el cielo de la sabana un meteorito cabalgado por un hombre blanco que llevaba un cofre bajo el brazo.


Alejandro Millán

Madrid 2009



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Una ciudad sin mar





-Te lo dije. Míralo, compruébalo por ti mismo. Escucha la hora. Te lo dije, es falso. Todas las luces se encienden a las nueve. Nadie vive en ese edificio, es una gran máquina, o una fábrica en medio de la ciudad. Quizás construyan algo, algo así como una nave, una de esas de hidrógeno que cada tanto tiempo revientan en mil pedazos en la televisión para que todo el mundo pueda verlas.

-¿Y por qué iba a ser un secreto la construcción de una nave suicida?

-No lo se Julio, mírala. Está en medio de la ciudad. Quizás quiera competir con nuestro barco.

-Estúpido, nadie puede competir con nuestro barco.

Con el mar a cientos de kilómetros, lo más parecido a el ruido de las olas era el tránsito puntual de los trenes a lo lejos. Era así como se sabia que eran las nueve bajo el tejadito de zinc, a las afueras de la ciudad, junto al gigantesco embrión del barco envidiado.

-Marín, ¿estás dormido?

-Si, así que no te escucho, y mucho menos podría contestarte.

-Bueno, lo mismo da. Hoy la vi otra vez, a la del Mississippi. Puede que viva cerca de donde lo de las velas.

-Te mira porque le das pena. Mírate, ¿veinticuantos?, y pareces lo que eres, un vagabundo, un clochard, monsieur. En cambio yo… A mi no me miraría con pena, el barco me exprime los bolsillos pero puedo pasearme por Serrano como un señor. ¿Y como que velas? Dijiste un motor, un gran motor Diesel de camión.

-Apenas hace dos días que robaste ese traje, imbecil. Además, ya está perdido, ya huele a ti. Y si, velas. Velas como Marco Polo, como Colon, como Cook. Todo lo importante se hizo con velas.

-¿Es que ahora crees que vas a descubrir algo? ¿que vas a poner tu nombre a un cabo, un golfo, un estrecho? Ojala pudiese ser un atolón. ¿Te imaginas Julio, te imaginas?

Por la mañana y tras vencer el skyline presuntuoso de la ciudad, el sol despedazado por la sombra inmensa de barco, se escurre bajo el tejadito de zinc haciendo aparecer la fogata apagada y la olla de lata, el tablón lleno de recortes con dibujos de barcos amarillentos, la mesita azul celeste con su único cajón rebosante, los rollos de cuerda, las pilas de tablas, el maremagnum de tornillos y clavos y láminas de aluminio electrodoméstico. Un bulto se remueve bajo las percudidas mantas con el tren de las ocho. Otro día, con suerte un día menos para zarpar.

El barco iba creciendo a espaldas de la ciudad con cada excursión en busca de cualquier cosa que no vaya a utilizar usted caballero. El día de las velas fue diferente.

-Marín, ¿con que sueñas?

-Sueño que estoy tan profundamente dormido que ningún ruido puede despertarme.

-Hoy la volví a ver, cuando fui a por las velas. Tiene los ojos negros Marín, y si que me estaba mirando a mi y no era una mirada de compasión, imbecil.

-Entonces quizás sepa lo del barco y quiera las migajas de tu gloria, debiste preverlo al ver el barco de vapor en su carpeta.

-¿Por qué siempre te pones así cuando hablo de ella? Sinceramente, parece envidia.

-Piensa lo que quieras, solo te pido que no te distraigas del barco, sabes que sin tí no podría terminarlo jamás.

-No me distraigo idiota, soy consciente de mis prioridades. Y no está interesada en el barco, quiere su propia vida. Quiere ser ingeniera. Si, y lo se porque le robé sus libros, aunque no había corrido veinte metros cuando regrese para devolvérselos. Le dije que lo siento, que tantas veces te he visto y tantas veces me he preguntado quien eras. Y me dijo que no pasa nada y sonrió. Y era a mí a quien sonreía Marín, con sus ojos negros, a mi. Joder, y entonces me fui, me fui corriendo muerto de risa, dejando como esos estúpidos niños alemanes un rastrito, pero de lágrimas, de esas de felicidad Marín, ¿te acuerdas tu de esas? Y me fui, me fui corriendo.

-Dejaste claro que además de un techo, no tienes ni dignidad ni cordura, muy bien. Yo solo te pido que no te distraigas.

Los gitanos festejaban algo tras la colina, tenía que ser un fuego de gitanos el que le daba ese color al cielo y ese fulgor de siglos al barco, ya tan a punto y grandioso que casi olía a mar. Una brisa que parecía marina apagó el último rescoldo de la fogata y se llevó volando el papelito, que sujeto al tablón con un alfiler, ponía con cera negra: provisiones para el viaje.

-Éramos algo así como buitres desplumados dentro de nuestros abrigos en piltrafas. Era increíble. Y eso que esos contenedores apenas los conocía nadie. Cada día somos más buitres desplumados. Traje lo que me dejaron los rumanos, además de este ojo morado. Pareceré con tu permiso, el capitán de un barco pirata. ¿No dices nada? Ha tenido gracia, pirata por el parche, por el ojo morado.

-Hoy también la vi, se que ya tenemos las velas, fui a buscarla a ella. Pero esta vez no hubo sonrisa ni ojos negros. Yo si que sonreí, y me quedé con mi sonrisa disecada en la cara y el ademán de saludar revoloteando en el bolsillo.

-Sonrisa disecada. Solo a ti se te ocurren esas cosas. Mira, la gente se aburre de sentir compasión. Tu lo dijiste Julio, quiere su vida. Y la tuya huele a perro callejero, a comida caducada, a noches al raso, a demencia. Sécate hombre, sécate. ¿Cuántas veces te he hablado de lo feo que es ver llorar a un hombre? Todo lo que tenemos, todo lo que necesitas, esta aquí. Míralo, es hermoso. ¿Dónde quieres ir? Vamos para allá.

Un viento, tal vez del sur, hinchaba los eslóganes políticos de las velas, la proa se alzaba orgullosa y su mascaron de proa, maniquí manco, vestía aquel traje robado. La madera crujía de ansias por navegar y las provisiones abarrotaban las lavadoras de las bodegas.

Girando sobre una silla de oficina en lo más alto del buque, cada vuelta iba mostrando una imagen más lejana del horizonte. Kilómetros de tierra de secano por delante, y mas kilómetros de dehesas después, y luego bosques y más bosques hasta que el granito desgarra el cielo en la sierra. Y ni rastro del mar.

Ahora con las piernas colgando por estribor, Julio Marín pensó en voz alta:

-Siempre falta algo. Le faltó algo a esta vida torcida, le faltó algo a aquellos ojos negros, como a este barco le falta un mar.

Un poco antes de las nueve, acostado sobre las vías del tren, Julio Marín podía ver la silueta del barco recortada en un cielo malva. Detrás de la colina festejaban algo los gitanos.

Alejandro Millán

Madrid 2008

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Una ciudad sin mar by Alejandro Millan is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
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Autorretrato subterraneo



"<<Aqui se acaba el camino- le dije -.


Ya no me quedan fuerzas para más>>


Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue.


Sentí cuando cayó en mis manos el hilillo


de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.”




Dejamos este Madrid sembrado de recuerdos, nuestras siluetas impresionadas en las paredes, la banda sonora de la memoria reproduciéndose en bucle. Ya no paso más por esos lugares. Ahora que ya no somos, que solo soy. Ahora que solo soy yo, y a duras penas, evito cruzarme con mi propia silueta junto a la suya. Ahí están, los recuerdos, paso de puntillas a su lado para no despertarlos. Pero no son solo esos lugares, esas calles, esas estaciones de metro y paradas de autobús que nunca veo con los ojos abiertos. La mente se encarga de tejerlo todo, de elaborar el mapa que me lleva de la estación más inane a aquellas de susurros y besos lentos, besos tatuados por dentro de los párpados para que cruelmente no dependa el recuerdo de la memoria.


Entonces me muevo por la ciudad minada, mirando cada vez más hacia abajo para escabullirme de las trampas de la melancolía. Tan abajo y tan ausente que empiezo a notar mi gradual camino a la transparencia, y tambien que puedo ver a quienes antes no podía. Otros como yo, igual de pequeños, igual de transparentes, igual de heridos e igual de cobardes. Les veo buscando sus fantasmas en los ojos de extraños, en su cabello, en sus voces, en los olores que viajan en los vagones aun cuando los han abandonado sus dueños. Y los veo asustarse como perros famélicos, esconderse en si mismos cuando creen que de verdad se han cruzado con sus fantasmas, porque saben que ese fantasma está vivo en alguna parte, y que al contrario que ellos, su vida se hace patente en su imagen, no hay que hacer esfuerzo alguno, como pasa con ellos, como pasa conmigo. Pequeños y transparentes.


Me distrae mirarles, y ver que son tan iguales y tan distintos. Tan como yo pero con historias tan dispares. A veces me veo como desde fuera mirándoles, y me veo buscando una mano en el aire, una mano que me diga que no soy como ellos. Buscándola en disimulados movimientos, con la torpeza de un ciego de estreno, y coincide la derrota con el plano general del vagón donde me confundo entre el resto de seres de humo.


Fuera del metro y de sus escaleras mecánicas sin abrazos, me esperan el resto de trampas. Me esperan los hijos que nunca nacerán, las manifestaciones ajenas de cariño, los autobuses que llevan a su casa, el conflicto entre el síndrome de abstinencia del amor y la necesidad del olvido.


Por si no lo sabian ustedes, pese a nuestro diminuto tamaño no somos pisoteados por nuestra consistencia gaseosa. Esperando en las colas somos como la sombra del que va delante y perdemos así muchos turnos. Nuestras voces son confundidas con ruidos marginales y el volumen conjunto de nuestras lágrimas cimarronas, con la humedad de cualquier borrasca al acecho; y la sal cristalizada de las lágrimas cautivas por represión, con afortunados hallazgos en forma de piedras que luego resultan no ser tan preciosas. Sal caballero, ni más ni menos. Nosotros no las llevamos a tasar, conocemos su justo valor, y de conservar algo de sangre en las venas tal vez alguno llevaría flores donde se encontró el sedimento cristalizado de un alma agotada.


Podría también no volver a pisar Madrid, pero aun quedarían mas catalizadores de recuerdos, como mi irremediable soledad en los espejos, afeitarme el bigote metodicamente para no pinchar o, simplemente, mi propia desnudez sin la suya. Así que seguiré volviendo a ese Madrid minado, y seguiré sin querer buscando el resquicio de placer en la nostalgia. Seguiré quizás imaginando historias de seres transparentes y cadáveres salinos, hasta que como ahora me distraiga algo y la realidad me ofrezca mi propia imagen, sujeto a la barra del metro, buscando una mano en el vacío, mientras espero llegar quien sabe donde en este Madrid eterno.



Alejandro Millán,


Madrid 2008



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Escolopendra



A veces me sorprende aquel olor y el recuerdo de su lata blanca de pequeñísimas letritas negras. La veo allí en el rincón, con su tapa de rosca mugrienta y su calavera y sus tibias amenazadoras. El olor me lo trae alguna brisa urbana, se le siente el ansia acumulada escurriéndose hasta mi nariz, su reptar oleoso desde su latita inmunda. Y así, burlándome de la nueva inofensividad del veneno, me sorprende también una ráfaga de melancolía. Melancolía de desagües, de cacerías a tientas, de mis victimas con toda su diminuta vida escapándoseles por la boca, de húmeda hojarasca, de beso ponzoñoso, de mis decenas de patas en su asqueroso-armónico frenesí, quitinosos segmentos azabache cañería arriba cañería abajo.


La enorme dificultad de lidiar con este arbolado océano de pensamientos inútiles-superfluos-inoportunos, me aburre de cuando en cuando y me quedo en un limbo improvisado, sentado en un banco mirando el ir y venir diligente de las hormiguitas en el parque. Cuando me canso también de aquello, un nuevo impulso eléctrico recorre mi cerebro y me dibuja las palabras detrás de la frente con su caligrafía preciosista. Y siempre es el mismo el primer pensamiento: Que al fin y al cabo, la diferencia entre esas hormigas y este nuevo yo, se resume en la conciencia de la muerte, y que aquel machetazo mágico, reencarnador, que me partió en dos cuando era una estomagante escolopendra de ese Caribe que está oculto debajo de las piedras, me hizo el dudoso favor de traerme a este mundo de emociones complejas, de sufrimientos accesorios, de constante miedo a la muerte. Y pienso que no fue un regalo sino un castigo, despreciar mi insulsa vida artrópoda, pudiendo ser yo ahora inconsciente y feliz, muriendo algún día, no muy tarde, envenenado por mi némesis de latita blanca, aun y para siempre inconsciente y feliz.



Alejandro Millán

Madrid, 2008








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Sargento de vuelo nocturno




El mar, la rompiente, un mercado y a su lado la iglesia. Ruido de automóviles, de gente, de mar. Y coronando la iglesia una pequeña virgen de tantas, sucia de vivir en la ciudad. Y a sus pies algo que lucha por respirar.


-Despierta criatura, y termina lo que me viniste a contar.


-Ay señora, que veo que al tiempo le va a sobrar el tiempo para acabarme de matar. Pues fíjese que él no dormía nunca, que de noche tenía aun más cosas que hacer, decía. Pero él no hacía nada, no. Que iba a hacer si sus pies no conocían nada más allá del centro de su plaza de honra urbana. Lo que sabía lo sabía por mí, yo fui sus ojos más allá de la sombra de sus árboles barbudos, más allá de sus perros flacos, sus niños flacos, sus vendedores ambulantes aun más flacos. Yo te conté tu historia prócer de bronce, yo te dije quien fuiste y quien eres, y menudo favor te hice, amigo. Fíjese que se sentía culpable en su pedestal de gloria rancia, que me decía ve y entérate, regresa y cuéntame. Mire que me tengo que ir a perseguir a las muchachas, le decía. Y siempre me contestaba que le entiendo Sargento, uno no puede evitar ser lo que es. Sargento yo, figúrese usted, el hediondo palomo ceniciento, piojoso y medio cojo por un gato, que se posaba en su hombro a intentarle curar de soledad. Y a lo mejor me iba una semana entera con sus noches, a hinchar el pecho y calmar las ansias de los instintos, y luego volvía a su hombro como siempre. Y también como siempre, le encontraba mirando a lo lejos como le hicieron. Menos mal, tenemos muchas cosas que hacer Sargento, me decía. Y yo como siempre que a sus órdenes mi General. Y le miraba como estaba la viuda que deliraba por el dengue, y le contaba como fue que mataron a uno de esos niños de la calle, por la espalda y por robar, por robar pegamento será. Y que habían atrapado al loco que se sentaba a tomar café en las terrazas, como Dios lo trajo al mundo y como un señor embajador. Que se lo habían llevado, bañado, desparasitado, vestido y vuelto a soltar. Pero que ya andaba otra vez desnudo, pidiendo por caridad gentil caballero, o si me hace usted el favor encantadora señora. No servia mas que para eso, carajo, mantenerle informado de las desgracias que sus herederos se sentaban a ver desfilar. Incluso al final apenas ni para eso servia. Fíjese que nuestra vida es más corta señora. Ya no podía controlar que los demás no pintaran de blanco y con mierda la grupa de su caballo, e incluso quien sabe si alguno de ellos fuera hijo mío, cagándose a los pies de mi General, carajo. Pero fíjese que lo viejo que estaba yo, que me comían hasta las alas las pulgas, y cuantas noches pasaba en su hombro sin dormir. Y siempre me preguntaba por los ruidos de la noche. Son unos borrachos, que andan rompiendo botellas en el parque, le decía. Y el me respondía que ve y despierta a los guardias que andarán borrachos también. Y yo me iba a aletear sobre sus cabezas y luego volvía, a confundir estrellas con luciérnagas por entre las ramas de los árboles, mientras escarbábamos en el montón de cenizas de sus batallas remotas en tiempo y espacio. Y qué pena no poder yo acordarme de eso Sargento, me decía. Y fíjese que a veces lloraba y yo le acompañaba, llorábamos juntos por no poder hacer nada, yo bajo mi ala infestada y él como siempre inmóvil, con sus lagrimas de rocío tropical. Y ya le dije que de aquí a su lado no me puedo mover porque el corazón me va a reventar. Aquí en la cima de su iglesia rosada me vine a morir señora, y me vine a morir aquí para pedirle un favor a usted, porque yo no puedo regresar y seguir siendo los ojos de mi general. Fíjese que me decía que su mayor problema no era la impotencia, sino su propia conciencia de ser. Y yo le quería pedir a ver si le puede mandar un rayo que le funda su corazón de bronce. Hágalo aunque yo consiga irme de aquí y regresar, pues no pasarán muchos días hasta que las ratas me terminen por devorar. Hágalo por favor señora, que no quiero que llore solo mi General.


-Ay criatura, que uno no puede evita ser lo que es, ya te dijo bien tu general. Uno no puede evitar ser lo que es, y yo no soy más que cal.


El mercado callado, vacío. Entre sus restos los perros, y tras los perros y con piedras los niños. Se esconde ya el sol y parece que toda la luz pasa por un vaso de ron sin dueño ni hielo en el horizonte. Hace rato ya que nadie lucha por respirar en la cima de la iglesia rosada, y mira sola y triste la virgencita sucia el espumerío de la rompiente con su musical vaivén. Y detrás de la rompiente el mar, y nada mas después del mar.



Alejandro Millán


Madrid 2008