sábado, 11 de diciembre de 2010

Singular, segunda persona.




Demente, s. Estado mental melancólico de aquel cuyos argumentos somos incapaces de responder.
Ambrose Bierce



El cosmonauta detenido la semana pasada por la presunta sustracción de una constelación y su sutsitución por luciérnagas ilegalmente hasta allí transportadas, ha confesado ayer por la tarde el paradero de los astros robados que en el momento de su localización flotaban parsimoniosamente dentro del mismo tarro de cristal que había contenido los luminosos insectos. Considerando como atenuante el síndrome de demencia espacial, solo le ha sido imputado un delito de maltrato animal. Una sonda partirá mañana mismo desde la Guyana Francesa con la misión de recuperar los cadáveres de las luciérnagas.
Asoma los ojos por encima del periódico esperando observar alguna reacción. El vagón atestado seguía soñoliento, ensimismado. Frunce el ceño, resopla, cierra el periódico, lo dobla, lo desdobla, lo enrolla, lo arroja a la cabeza de un joven con auriculares que permanece impasible, cruza los brazos, cierra los ojos. El ceño fruncido.
Al volver a abrir los ojos el vagón se mostraba bastante despejado. Tan solo unos pocos pasajeros, arrullados por el traqueteo del tren, permanecían dormidos como habían estado desde algún lunes por la mañana hacía mucho tiempo; a juzgar por su estado de momificación, lo desfasado de sus ropas y lo amarillo de sus diarios fieramente apresados bajo sus axilas. Entonces a su lado una voz interrumpió el cotidiano ritual de atarse los cordones con el pensamiento:
-No entiendo tanto revuelo. A veces a los de ciudad se nos olvida que si algo sobra son precisamente estrellas.
-¿Me hablas a mi? –preguntó él sin dejar de mirarse los cordones.
-Te escuché cuando empezaste a leer en voz alta, luego me di cuenta de que en realidad no leías. También me fijé que llevas los cordones desatados. Que no entiendo tanto revuelo, vamos.
-Verás cielo, ¿te importa que te llame cielo? Da igual. Verás cielo, las estrellas significan mucho para la gente, aunque  nunca les hagan caso, ni jamás apenas se hayan molestado en conocer sus nombres o su número. Cada persona las ha incluido en su patrimonio particular, las siente suyas. Los niños las imaginan frías como copos de nieve azul, como tus ojos, que en cambio son cálidos, y evitan tocarlas por miedo a que se apaguen. Las estrellas son también como una máquina del tiempo, pues son siempre las mismas, y mirándolas es como si pudieras volver a cualquier instante pasado en el que ellas te devolvían la mirada desde el vacío infinito. Hay noches en las que ese vacío está tan abarrotado de ellas que se derraman sobre la superficie de los océanos, del más mísero charco. Es paradójico, como que siempre significa nunca. Nunca… Nunca me ato los cordones, si lo hago confío en que no tropezaré al pisármelos, confío demasiado, y no voy pendiente del camino, y entonces tropiezo. Por eso nunca me los ato, y voy siempre pendiente del camino, para no tropezar.
Se hizo un silencio relativo como una gasa tendida sobre el eterno e hipnótico traqueteo del tren. Aquella voz surgía tras unos labios que ahora debían permanecer cerrados, y él la imaginaba presa en su húmeda celda, cerrada por dentro, pensando en todo el tiempo que había permanecido enjaulada, en cómo se desenvolvería al salir, si sería capaz, si valdría la pena. Y a punto de suplicar la amnistía, aquellos labios volvieron a abrirse, liberando la voz:
-Sigo sin entender. Solo son un puñado de estrellas. Tampoco entiendo por qué te has inventado una noticia tan inverosímil, ni por qué fingías leerla en voz alta. Esta mañana hay un montón de cosas que no soy capaz de entender.
Volvió el silencio, pero esta vez era su voz la que se aferraba a las paredes de su prisión. Tras la puerta abierta la luz era demasiado fuerte, los espacios demasiado abiertos, y además estaba ella, esperándole.
-Los efectos secundarios se disuelven con las pastillas mientras se sumergen en ese remolino furioso, cuando tiro de la cadena; y entonces creo que puedo recordar. Recordar tu voz, tus ojos; porque sé que eres tú, siempre la misma, siempre empeñada en que me ate los cordones, siempre apareciendo cuando peor es la recaída. Siempre esa voz que me consuela, la única que a veces distingo entre el bullicio de la multitud. Hace tres días volví a deshacerme de la medicación, vacié el bote entero en el váter, pero no aparecías. Así que fui yo, lo confieso, robé aquella constelación y la metí en un tarro de cristal. Tal vez mi cara en los periódicos llamase tu atención, volverías a aparecer, volvería a oír tu voz; y quizás así averiguase quien soy, quien eres, por qué me cuidas. No, yo no quiero estar enfermo, pero tampoco quiero curarme. Y sé que tus ojos están ahí, mirándome, mientras yo estoy aquí paralizado. Y no quiero mirarte, no quiero tocarte; por miedo a que se apaguen.