Sucedáneos.
Sucedáneo de piel, de respiración ajena bajo las sábanas, de calor
en la cama. Calor de tinto torrente que trota en un pulso de cuarzo,
que enciende los labios, que hace vibrar los párpados. Aditivos
artificiales. Números y siglas, fórmulas secretas. E-330, fructosa,
abecé y dorremí. Y ráfagas. Aromas, colores, sabores de otro
planeta en las antípodas de esta misma órbita. Buscar a tientas una
textura, un tacto familiar, orgánico en lo sintético. ¿Cómo se
ven unos ojos florecidos en la penumbra, qué vórtice de oscuridad
demora en arrastrarlos? ¿Cómo se describen unas manos más allá de
la piel, los huesos y la carne? ¿Qué es una voz más allá de la
vibración del aire y el temblor de la memoria? Números y siglas,
fórmulas secretas. Un edredón de plumas, una crisálida humana.
Oxígeno que ahoga los pulmones yermos. La vida en fast forward,
los instantes slow
motion. Sin claqueta como
chasquido de los dedos del hipnotista. ¿De que valen estos puños
apretados, esta operación a corazón abierto, esta guerra
preventiva, este exorcismo sin demonio? Flecos y lagunas en el plan
oculto de las marañas espinosas del ADN. Sucedáneo del beso bajo el
tibio chaparrón de la ducha, la leve presión de las yemas de los
dedos y los algoritmos privados de sus huellas. El manual de
instrucciones de otro corazón escondido en un húmedo cajón, el
tictac de un difunto reloj, el recuerdo y la imaginación acechando
en las nubes y el gotelé. El desalmado pelotón de nostalgias y la infalible sinapsis de sus fusiles. Sucedáneos. Números y siglas, fórmulas
secretas. Que se persiguen. Que no existen.