
La sangre con la que entró la letra aun estaba fresca cuando volvió a casa la conciencia y se encontró con aquel desorden monumental y unas huellas olorosas a hierro que se alejaban desde la puerta de atrás. Tendrá que volver, ha olvidado la razón.
El día que llegó le pareció el lugar mas gris, vasto e inhóspito que había pisado jamás. Pero por lo menos allí encontró una roca lisa donde sentarse. En el planeta anterior nubes moradas eran rasgadas en el horizonte por escarpados montes como de azabache en cuyas faldas una ingente cantidad de riachuelos de mercurio se entrelazaba en una intrincada red que lo atrapaba todo y que reflejaba en miles de direcciones la purpúrea luz de un cielo en permanente tormenta, donde los rayos te cabían en la palma de la mano y los truenos se escondían entre tus pies. Pero no había un sitio donde simplemente sentarse a descansar.
Aquí, ahora, en medio de este desierto monótono, sentado en su roca, miraba su nave de papel de plata estrellada. Tan falsa como la esperanza que la sustenta, dijo una vez.
Tan lejos de la comida y el agua no existe el hambre ni la sed, tan lejos del aire sus pulmones simplemente dormían, el espacio no congelaba ni hervía su sangre gracias a una bufanda que se quitaba o ponía a conveniencia. Sin barómetro no había presión de más o de menos que temer. Tenía todo el tiempo del mundo para pensar en el momento en que encontraría por fin aquello que había venido a buscar.
Pero ya no había nave de papel de plata, ya no habría mas planetas y el mapa deshecho por la lluvia hacía muchos años no le indicaría ninguna dirección hacia la que por lo menos quedarse mirando mientras el tiempo terminaba de pasar.
Empezó a ver pasar los siglos sentado en su roca y comenzó a distinguir entre tonos de gris, hasta que de pronto eran millones. Surgieron de las rocas caras familiares hasta que llegó un momento en el que en aquella soledad no cabía nadie más. Una multitud le pedía razones, le pedía cada día explicar por qué estaba allí tan lejos de casa, que a qué esperaba para volver, que por qué no pensaba en quienes había dejado atrás, que por qué, que por qué. A veces negaba con la cabeza, otras sollozaba, otras reía. Hasta que cerró los ojos para intentar gritar y se hizo el silencio. Los abrió y estaba de nuevo solo. Entonces empezó a hablar:
- Soy un naufrago en el espacio por propia voluntad, me trajo hasta aquí la promesa de un tesoro. Todos los días ella me hablaba de el, que tenia un tesoro, un tesoro magnífico. Y una noche me dijo que me diría donde estaba para que si algún día ella dejara de existir pudiera yo encontrarlo, y viendo lo valioso que era comprender tantas cosas y recordarla cada vez que abriese su cofre. Y ahora ya no me queda nada de ella, la lluvia se lo llevó todo. Solo me quedaba encontrar por fin ese tesoro que puede estar en cualquier lugar de este vacío infinito, pero llevo siglos, siglos aquí atrapado y solo espero que el tiempo termine de pasar.
Entonces frente a el brotaron de una roca unos labios para susurrar tímidamente: - Si puede estar en cualquier lugar, ¿por qué no ahora mismo bajo tus pies?
Los labios desaparecieron y tras secar con la bufanda sus lágrimas cimarronas empezó a escarbar con los dedos justo ahí, bajo sus pies. Y tuvo que volverlas a secar cuando tocó por primera vez el pequeño cofre de madera.
De rodillas en el suelo puso el cofre sobre la roca y lo abrió lentamente esperando encontrar algo que le recordase tanto a ella que casi pudiera sentirla en la yema de los dedos. Pero dentro del cofre no había nada más que una fina capa de arena en el fondo sobre la que caían ahora las lágrimas que aun no conseguía secar.
Quiso con los dedos retirar las pequeñas gotas oscuras y según iba removiendo la arena aparecía un brillo en el fondo del pequeño cofre, hasta que al final pudo verse a si mismo reflejado en el espejo que ella había colocado para que él pudiese ver un tesoro que solo se mostraba cuando era él quien lo veía, tan valioso como ella lo había pensado. Lo cerró de golpe y lo volvió a abrir, y allí estaba él otra vez. Hubo una sonrisa en algún lugar del universo finito.
Cuenta una tribu africana que una noche vieron sus niños nítidamente en el cielo de la sabana un meteorito cabalgado por un hombre blanco que llevaba un cofre bajo el brazo.
Alejandro Millán
Madrid 2009
"<<Aqui se acaba el camino- le dije -.
Ya no me quedan fuerzas para más>>
Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue.
Sentí cuando cayó en mis manos el hilillo
de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.”
Dejamos este Madrid sembrado de recuerdos, nuestras siluetas impresionadas en las paredes, la banda sonora de la memoria reproduciéndose en bucle. Ya no paso más por esos lugares. Ahora que ya no somos, que solo soy. Ahora que solo soy yo, y a duras penas, evito cruzarme con mi propia silueta junto a la suya. Ahí están, los recuerdos, paso de puntillas a su lado para no despertarlos. Pero no son solo esos lugares, esas calles, esas estaciones de metro y paradas de autobús que nunca veo con los ojos abiertos. La mente se encarga de tejerlo todo, de elaborar el mapa que me lleva de la estación más inane a aquellas de susurros y besos lentos, besos tatuados por dentro de los párpados para que cruelmente no dependa el recuerdo de la memoria.
Entonces me muevo por la ciudad minada, mirando cada vez más hacia abajo para escabullirme de las trampas de la melancolía. Tan abajo y tan ausente que empiezo a notar mi gradual camino a la transparencia, y tambien que puedo ver a quienes antes no podía. Otros como yo, igual de pequeños, igual de transparentes, igual de heridos e igual de cobardes. Les veo buscando sus fantasmas en los ojos de extraños, en su cabello, en sus voces, en los olores que viajan en los vagones aun cuando los han abandonado sus dueños. Y los veo asustarse como perros famélicos, esconderse en si mismos cuando creen que de verdad se han cruzado con sus fantasmas, porque saben que ese fantasma está vivo en alguna parte, y que al contrario que ellos, su vida se hace patente en su imagen, no hay que hacer esfuerzo alguno, como pasa con ellos, como pasa conmigo. Pequeños y transparentes.
Me distrae mirarles, y ver que son tan iguales y tan distintos. Tan como yo pero con historias tan dispares. A veces me veo como desde fuera mirándoles, y me veo buscando una mano en el aire, una mano que me diga que no soy como ellos. Buscándola en disimulados movimientos, con la torpeza de un ciego de estreno, y coincide la derrota con el plano general del vagón donde me confundo entre el resto de seres de humo.
Fuera del metro y de sus escaleras mecánicas sin abrazos, me esperan el resto de trampas. Me esperan los hijos que nunca nacerán, las manifestaciones ajenas de cariño, los autobuses que llevan a su casa, el conflicto entre el síndrome de abstinencia del amor y la necesidad del olvido.
Por si no lo sabian ustedes, pese a nuestro diminuto tamaño no somos pisoteados por nuestra consistencia gaseosa. Esperando en las colas somos como la sombra del que va delante y perdemos así muchos turnos. Nuestras voces son confundidas con ruidos marginales y el volumen conjunto de nuestras lágrimas cimarronas, con la humedad de cualquier borrasca al acecho; y la sal cristalizada de las lágrimas cautivas por represión, con afortunados hallazgos en forma de piedras que luego resultan no ser tan preciosas. Sal caballero, ni más ni menos. Nosotros no las llevamos a tasar, conocemos su justo valor, y de conservar algo de sangre en las venas tal vez alguno llevaría flores donde se encontró el sedimento cristalizado de un alma agotada.
Podría también no volver a pisar Madrid, pero aun quedarían mas catalizadores de recuerdos, como mi irremediable soledad en los espejos, afeitarme el bigote metodicamente para no pinchar o, simplemente, mi propia desnudez sin la suya. Así que seguiré volviendo a ese Madrid minado, y seguiré sin querer buscando el resquicio de placer en la nostalgia. Seguiré quizás imaginando historias de seres transparentes y cadáveres salinos, hasta que como ahora me distraiga algo y la realidad me ofrezca mi propia imagen, sujeto a la barra del metro, buscando una mano en el vacío, mientras espero llegar quien sabe donde en este Madrid eterno.
Alejandro Millán,
Madrid 2008
A veces me sorprende aquel olor y el recuerdo de su lata blanca de pequeñísimas letritas negras. La veo allí en el rincón, con su tapa de rosca mugrienta y su calavera y sus tibias amenazadoras. El olor me lo trae alguna brisa urbana, se le siente el ansia acumulada escurriéndose hasta mi nariz, su reptar oleoso desde su latita inmunda. Y así, burlándome de la nueva inofensividad del veneno, me sorprende también una ráfaga de melancolía. Melancolía de desagües, de cacerías a tientas, de mis victimas con toda su diminuta vida escapándoseles por la boca, de húmeda hojarasca, de beso ponzoñoso, de mis decenas de patas en su asqueroso-armónico frenesí, quitinosos segmentos azabache cañería arriba cañería abajo.
La enorme dificultad de lidiar con este arbolado océano de pensamientos inútiles-superfluos-inoportunos, me aburre de cuando en cuando y me quedo en un limbo improvisado, sentado en un banco mirando el ir y venir diligente de las hormiguitas en el parque. Cuando me canso también de aquello, un nuevo impulso eléctrico recorre mi cerebro y me dibuja las palabras detrás de la frente con su caligrafía preciosista. Y siempre es el mismo el primer pensamiento: Que al fin y al cabo, la diferencia entre esas hormigas y este nuevo yo, se resume en la conciencia de la muerte, y que aquel machetazo mágico, reencarnador, que me partió en dos cuando era una estomagante escolopendra de ese Caribe que está oculto debajo de las piedras, me hizo el dudoso favor de traerme a este mundo de emociones complejas, de sufrimientos accesorios, de constante miedo a la muerte. Y pienso que no fue un regalo sino un castigo, despreciar mi insulsa vida artrópoda, pudiendo ser yo ahora inconsciente y feliz, muriendo algún día, no muy tarde, envenenado por mi némesis de latita blanca, aun y para siempre inconsciente y feliz.
Alejandro Millán
Madrid, 2008
El mar, la rompiente, un mercado y a su lado la iglesia. Ruido de automóviles, de gente, de mar. Y coronando la iglesia una pequeña virgen de tantas, sucia de vivir en la ciudad. Y a sus pies algo que lucha por respirar.
-Despierta criatura, y termina lo que me viniste a contar.
-Ay señora, que veo que al tiempo le va a sobrar el tiempo para acabarme de matar. Pues fíjese que él no dormía nunca, que de noche tenía aun más cosas que hacer, decía. Pero él no hacía nada, no. Que iba a hacer si sus pies no conocían nada más allá del centro de su plaza de honra urbana. Lo que sabía lo sabía por mí, yo fui sus ojos más allá de la sombra de sus árboles barbudos, más allá de sus perros flacos, sus niños flacos, sus vendedores ambulantes aun más flacos. Yo te conté tu historia prócer de bronce, yo te dije quien fuiste y quien eres, y menudo favor te hice, amigo. Fíjese que se sentía culpable en su pedestal de gloria rancia, que me decía ve y entérate, regresa y cuéntame. Mire que me tengo que ir a perseguir a las muchachas, le decía. Y siempre me contestaba que le entiendo Sargento, uno no puede evitar ser lo que es. Sargento yo, figúrese usted, el hediondo palomo ceniciento, piojoso y medio cojo por un gato, que se posaba en su hombro a intentarle curar de soledad. Y a lo mejor me iba una semana entera con sus noches, a hinchar el pecho y calmar las ansias de los instintos, y luego volvía a su hombro como siempre. Y también como siempre, le encontraba mirando a lo lejos como le hicieron. Menos mal, tenemos muchas cosas que hacer Sargento, me decía. Y yo como siempre que a sus órdenes mi General. Y le miraba como estaba la viuda que deliraba por el dengue, y le contaba como fue que mataron a uno de esos niños de la calle, por la espalda y por robar, por robar pegamento será. Y que habían atrapado al loco que se sentaba a tomar café en las terrazas, como Dios lo trajo al mundo y como un señor embajador. Que se lo habían llevado, bañado, desparasitado, vestido y vuelto a soltar. Pero que ya andaba otra vez desnudo, pidiendo por caridad gentil caballero, o si me hace usted el favor encantadora señora. No servia mas que para eso, carajo, mantenerle informado de las desgracias que sus herederos se sentaban a ver desfilar. Incluso al final apenas ni para eso servia. Fíjese que nuestra vida es más corta señora. Ya no podía controlar que los demás no pintaran de blanco y con mierda la grupa de su caballo, e incluso quien sabe si alguno de ellos fuera hijo mío, cagándose a los pies de mi General, carajo. Pero fíjese que lo viejo que estaba yo, que me comían hasta las alas las pulgas, y cuantas noches pasaba en su hombro sin dormir. Y siempre me preguntaba por los ruidos de la noche. Son unos borrachos, que andan rompiendo botellas en el parque, le decía. Y el me respondía que ve y despierta a los guardias que andarán borrachos también. Y yo me iba a aletear sobre sus cabezas y luego volvía, a confundir estrellas con luciérnagas por entre las ramas de los árboles, mientras escarbábamos en el montón de cenizas de sus batallas remotas en tiempo y espacio. Y qué pena no poder yo acordarme de eso Sargento, me decía. Y fíjese que a veces lloraba y yo le acompañaba, llorábamos juntos por no poder hacer nada, yo bajo mi ala infestada y él como siempre inmóvil, con sus lagrimas de rocío tropical. Y ya le dije que de aquí a su lado no me puedo mover porque el corazón me va a reventar. Aquí en la cima de su iglesia rosada me vine a morir señora, y me vine a morir aquí para pedirle un favor a usted, porque yo no puedo regresar y seguir siendo los ojos de mi general. Fíjese que me decía que su mayor problema no era la impotencia, sino su propia conciencia de ser. Y yo le quería pedir a ver si le puede mandar un rayo que le funda su corazón de bronce. Hágalo aunque yo consiga irme de aquí y regresar, pues no pasarán muchos días hasta que las ratas me terminen por devorar. Hágalo por favor señora, que no quiero que llore solo mi General.
-Ay criatura, que uno no puede evita ser lo que es, ya te dijo bien tu general. Uno no puede evitar ser lo que es, y yo no soy más que cal.
El mercado callado, vacío. Entre sus restos los perros, y tras los perros y con piedras los niños. Se esconde ya el sol y parece que toda la luz pasa por un vaso de ron sin dueño ni hielo en el horizonte. Hace rato ya que nadie lucha por respirar en la cima de la iglesia rosada, y mira sola y triste la virgencita sucia el espumerío de la rompiente con su musical vaivén. Y detrás de la rompiente el mar, y nada mas después del mar.
Alejandro Millán
Madrid 2008