domingo, 13 de junio de 2010

Sargento de vuelo nocturno




El mar, la rompiente, un mercado y a su lado la iglesia. Ruido de automóviles, de gente, de mar. Y coronando la iglesia una pequeña virgen de tantas, sucia de vivir en la ciudad. Y a sus pies algo que lucha por respirar.


-Despierta criatura, y termina lo que me viniste a contar.


-Ay señora, que veo que al tiempo le va a sobrar el tiempo para acabarme de matar. Pues fíjese que él no dormía nunca, que de noche tenía aun más cosas que hacer, decía. Pero él no hacía nada, no. Que iba a hacer si sus pies no conocían nada más allá del centro de su plaza de honra urbana. Lo que sabía lo sabía por mí, yo fui sus ojos más allá de la sombra de sus árboles barbudos, más allá de sus perros flacos, sus niños flacos, sus vendedores ambulantes aun más flacos. Yo te conté tu historia prócer de bronce, yo te dije quien fuiste y quien eres, y menudo favor te hice, amigo. Fíjese que se sentía culpable en su pedestal de gloria rancia, que me decía ve y entérate, regresa y cuéntame. Mire que me tengo que ir a perseguir a las muchachas, le decía. Y siempre me contestaba que le entiendo Sargento, uno no puede evitar ser lo que es. Sargento yo, figúrese usted, el hediondo palomo ceniciento, piojoso y medio cojo por un gato, que se posaba en su hombro a intentarle curar de soledad. Y a lo mejor me iba una semana entera con sus noches, a hinchar el pecho y calmar las ansias de los instintos, y luego volvía a su hombro como siempre. Y también como siempre, le encontraba mirando a lo lejos como le hicieron. Menos mal, tenemos muchas cosas que hacer Sargento, me decía. Y yo como siempre que a sus órdenes mi General. Y le miraba como estaba la viuda que deliraba por el dengue, y le contaba como fue que mataron a uno de esos niños de la calle, por la espalda y por robar, por robar pegamento será. Y que habían atrapado al loco que se sentaba a tomar café en las terrazas, como Dios lo trajo al mundo y como un señor embajador. Que se lo habían llevado, bañado, desparasitado, vestido y vuelto a soltar. Pero que ya andaba otra vez desnudo, pidiendo por caridad gentil caballero, o si me hace usted el favor encantadora señora. No servia mas que para eso, carajo, mantenerle informado de las desgracias que sus herederos se sentaban a ver desfilar. Incluso al final apenas ni para eso servia. Fíjese que nuestra vida es más corta señora. Ya no podía controlar que los demás no pintaran de blanco y con mierda la grupa de su caballo, e incluso quien sabe si alguno de ellos fuera hijo mío, cagándose a los pies de mi General, carajo. Pero fíjese que lo viejo que estaba yo, que me comían hasta las alas las pulgas, y cuantas noches pasaba en su hombro sin dormir. Y siempre me preguntaba por los ruidos de la noche. Son unos borrachos, que andan rompiendo botellas en el parque, le decía. Y el me respondía que ve y despierta a los guardias que andarán borrachos también. Y yo me iba a aletear sobre sus cabezas y luego volvía, a confundir estrellas con luciérnagas por entre las ramas de los árboles, mientras escarbábamos en el montón de cenizas de sus batallas remotas en tiempo y espacio. Y qué pena no poder yo acordarme de eso Sargento, me decía. Y fíjese que a veces lloraba y yo le acompañaba, llorábamos juntos por no poder hacer nada, yo bajo mi ala infestada y él como siempre inmóvil, con sus lagrimas de rocío tropical. Y ya le dije que de aquí a su lado no me puedo mover porque el corazón me va a reventar. Aquí en la cima de su iglesia rosada me vine a morir señora, y me vine a morir aquí para pedirle un favor a usted, porque yo no puedo regresar y seguir siendo los ojos de mi general. Fíjese que me decía que su mayor problema no era la impotencia, sino su propia conciencia de ser. Y yo le quería pedir a ver si le puede mandar un rayo que le funda su corazón de bronce. Hágalo aunque yo consiga irme de aquí y regresar, pues no pasarán muchos días hasta que las ratas me terminen por devorar. Hágalo por favor señora, que no quiero que llore solo mi General.


-Ay criatura, que uno no puede evita ser lo que es, ya te dijo bien tu general. Uno no puede evitar ser lo que es, y yo no soy más que cal.


El mercado callado, vacío. Entre sus restos los perros, y tras los perros y con piedras los niños. Se esconde ya el sol y parece que toda la luz pasa por un vaso de ron sin dueño ni hielo en el horizonte. Hace rato ya que nadie lucha por respirar en la cima de la iglesia rosada, y mira sola y triste la virgencita sucia el espumerío de la rompiente con su musical vaivén. Y detrás de la rompiente el mar, y nada mas después del mar.



Alejandro Millán


Madrid 2008

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