domingo, 13 de junio de 2010

La piel dormida



Aquella cálida humedad parecía el destino de todos sus viajes. Se deslizó fuera lentamente para verse empapado de ella. Dejó su mano volar rasante desde la rodilla para posarse en la cintura y bajar reptando hasta sentir la presencia ósea de la cadera, y asiéndola con fuerza volvió a entrar recreándose aun mas que la primera vez en las texturas del camino, controlando esa respiración y ese pulso como el ladrón que escucha los chasquidos de la caja fuerte. El pulso podía sentirlo en sus labios, en la punta de su lengua, posesa de una repentina autonomía. Tendidos de lado no podía verle la cara, escudriñaba el ángulo de los hombros, el nacimiento del pelo en la nuca, el terciopelo de los lóbulos de las orejas; y acompasaba su respiración con la de ella cuando la espalda se expandía oprimiendo su pecho. Mientras, seguía inmerso en los recovecos de aquella gruta de aguas sulfurosas cuyas paredes palpitantes bullían y le aprisionaban lanzándole maldiciones para que no encontrase jamás una salida y no le quedase más remedio que continuar vagando por el interior intentando alcanzar el final del más estrecho pasadizo, revolcándose empapado contra las paredes.

-Blasfema -susurró, besándole la cima de las vertebras del cuello una a una con pausas de maestro- Dios todopoderoso no necesita que ni tu ni nadie traigáis su palabra a esta casa, ni a ningún otro sitio. El se pronunciará cuando estime si es que alguna vez lo considera necesario. Blasfema, jamás escucharé a quienes os erigís sus representantes en la tierra contraviniendo sus normas naturales, tan ajenos a su obra. Llegado el momento os llamará a todos por vuestros nombres y os exigirá explicaciones por todas las imposturas. Pero hasta entonces gírate, tu, blasfema, y bésame como Dios te ordena desde las entrañas y participa conmigo de su ley natural hasta que el entumecimiento te lo permita.

En la sala, al final del pasillo, aun humeaban dos tazas de café y una mosca destacaba en un castillito de terrones de azúcar. Hay una silla tirada en el suelo junto con unos cuantos folletines religiosos desperdigados y un sobrio abrigo de mujer que trepaba hasta cubrir un televisor doblando su antena. Un rastro de libros y cuadros derribados llevaba hasta el lugar de donde provenía el crujir de tablones del somier.

Al enfriarse el café una neblina fragante terminaba de despejarse mientras ella subía sus medias comprobando la ausencia de marcas. Terminó de vestirse a la velocidad que el viento suaviza las cumbres de las montañas, con la vista fija en la pequeña biblia granate, una edición ostentosa de letras doradas y tapas de cuero que yacía abierta boca abajo en el suelo y que había sido lo último de lo que se había desprendido antes de verse arrojada sobre el colchón. Tan grande fue la sorpresa que sujetó el librillo con tal fuerza que solo cayó de sus dedos al entrar a la habitación cuando las manos de él encontraron lo que buscaban entre pliegues de seda y encajes.

Ya vestida y antes de recoger la biblia del suelo que vociferaba regaños de monjas desde la moqueta, se dio la vuelta y lo vio tendido en la cama mirándola como un niño que examina los movimientos de una hormiga en su mano. Era mucho mayor que ella, que ya pasaba la cuarentena, y su cuerpo desnudo no podía ser más distinto a los que recordaba en las últimas fantasías que logró controlar hace tantos años cuando su característica férrea voluntad consiguió aplacar una sexualidad ya incipiente. Apenas conocía su nombre y algunos otros detalles nimios tras la presentación de rigor. Las letras del entendimiento acababan de disolvérsele en saliva y estaba perdida en las razones de aquel hombre, en la explicación de lo que acababa de pasar, de lo que había sentido, en un acertijo de intenciones y palabras confusas. Palabras tan duras, tal vez tan tiernas, quizás signo de demencia, o de la más lúcida cordura. Y sobre todo con la apremiante aparente necesidad e importancia de salir de allí cuanto antes.

Desorientada miró hacia un lado y se vio a si misma reflejada en un pequeño espejo con el pelo pegado a la cara con sudor y en las mejillas, los labios y los ojos, los colores de una edad que nunca había tenido. Con aquella férrea voluntad que la caracterizaba volvió a darle la espalda y empezó a desabrocharse el primer botón del vestido a la velocidad que el viento suaviza las cumbres de las montañas.

Alejandro Millán

Madrid, Marzo 2010.

Creative Commons License
la piel dormida by Alejandro Millan is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
Based on a work at gatosazules.wordpress.com.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Te escucho...