domingo, 13 de junio de 2010

Una ciudad sin mar





-Te lo dije. Míralo, compruébalo por ti mismo. Escucha la hora. Te lo dije, es falso. Todas las luces se encienden a las nueve. Nadie vive en ese edificio, es una gran máquina, o una fábrica en medio de la ciudad. Quizás construyan algo, algo así como una nave, una de esas de hidrógeno que cada tanto tiempo revientan en mil pedazos en la televisión para que todo el mundo pueda verlas.

-¿Y por qué iba a ser un secreto la construcción de una nave suicida?

-No lo se Julio, mírala. Está en medio de la ciudad. Quizás quiera competir con nuestro barco.

-Estúpido, nadie puede competir con nuestro barco.

Con el mar a cientos de kilómetros, lo más parecido a el ruido de las olas era el tránsito puntual de los trenes a lo lejos. Era así como se sabia que eran las nueve bajo el tejadito de zinc, a las afueras de la ciudad, junto al gigantesco embrión del barco envidiado.

-Marín, ¿estás dormido?

-Si, así que no te escucho, y mucho menos podría contestarte.

-Bueno, lo mismo da. Hoy la vi otra vez, a la del Mississippi. Puede que viva cerca de donde lo de las velas.

-Te mira porque le das pena. Mírate, ¿veinticuantos?, y pareces lo que eres, un vagabundo, un clochard, monsieur. En cambio yo… A mi no me miraría con pena, el barco me exprime los bolsillos pero puedo pasearme por Serrano como un señor. ¿Y como que velas? Dijiste un motor, un gran motor Diesel de camión.

-Apenas hace dos días que robaste ese traje, imbecil. Además, ya está perdido, ya huele a ti. Y si, velas. Velas como Marco Polo, como Colon, como Cook. Todo lo importante se hizo con velas.

-¿Es que ahora crees que vas a descubrir algo? ¿que vas a poner tu nombre a un cabo, un golfo, un estrecho? Ojala pudiese ser un atolón. ¿Te imaginas Julio, te imaginas?

Por la mañana y tras vencer el skyline presuntuoso de la ciudad, el sol despedazado por la sombra inmensa de barco, se escurre bajo el tejadito de zinc haciendo aparecer la fogata apagada y la olla de lata, el tablón lleno de recortes con dibujos de barcos amarillentos, la mesita azul celeste con su único cajón rebosante, los rollos de cuerda, las pilas de tablas, el maremagnum de tornillos y clavos y láminas de aluminio electrodoméstico. Un bulto se remueve bajo las percudidas mantas con el tren de las ocho. Otro día, con suerte un día menos para zarpar.

El barco iba creciendo a espaldas de la ciudad con cada excursión en busca de cualquier cosa que no vaya a utilizar usted caballero. El día de las velas fue diferente.

-Marín, ¿con que sueñas?

-Sueño que estoy tan profundamente dormido que ningún ruido puede despertarme.

-Hoy la volví a ver, cuando fui a por las velas. Tiene los ojos negros Marín, y si que me estaba mirando a mi y no era una mirada de compasión, imbecil.

-Entonces quizás sepa lo del barco y quiera las migajas de tu gloria, debiste preverlo al ver el barco de vapor en su carpeta.

-¿Por qué siempre te pones así cuando hablo de ella? Sinceramente, parece envidia.

-Piensa lo que quieras, solo te pido que no te distraigas del barco, sabes que sin tí no podría terminarlo jamás.

-No me distraigo idiota, soy consciente de mis prioridades. Y no está interesada en el barco, quiere su propia vida. Quiere ser ingeniera. Si, y lo se porque le robé sus libros, aunque no había corrido veinte metros cuando regrese para devolvérselos. Le dije que lo siento, que tantas veces te he visto y tantas veces me he preguntado quien eras. Y me dijo que no pasa nada y sonrió. Y era a mí a quien sonreía Marín, con sus ojos negros, a mi. Joder, y entonces me fui, me fui corriendo muerto de risa, dejando como esos estúpidos niños alemanes un rastrito, pero de lágrimas, de esas de felicidad Marín, ¿te acuerdas tu de esas? Y me fui, me fui corriendo.

-Dejaste claro que además de un techo, no tienes ni dignidad ni cordura, muy bien. Yo solo te pido que no te distraigas.

Los gitanos festejaban algo tras la colina, tenía que ser un fuego de gitanos el que le daba ese color al cielo y ese fulgor de siglos al barco, ya tan a punto y grandioso que casi olía a mar. Una brisa que parecía marina apagó el último rescoldo de la fogata y se llevó volando el papelito, que sujeto al tablón con un alfiler, ponía con cera negra: provisiones para el viaje.

-Éramos algo así como buitres desplumados dentro de nuestros abrigos en piltrafas. Era increíble. Y eso que esos contenedores apenas los conocía nadie. Cada día somos más buitres desplumados. Traje lo que me dejaron los rumanos, además de este ojo morado. Pareceré con tu permiso, el capitán de un barco pirata. ¿No dices nada? Ha tenido gracia, pirata por el parche, por el ojo morado.

-Hoy también la vi, se que ya tenemos las velas, fui a buscarla a ella. Pero esta vez no hubo sonrisa ni ojos negros. Yo si que sonreí, y me quedé con mi sonrisa disecada en la cara y el ademán de saludar revoloteando en el bolsillo.

-Sonrisa disecada. Solo a ti se te ocurren esas cosas. Mira, la gente se aburre de sentir compasión. Tu lo dijiste Julio, quiere su vida. Y la tuya huele a perro callejero, a comida caducada, a noches al raso, a demencia. Sécate hombre, sécate. ¿Cuántas veces te he hablado de lo feo que es ver llorar a un hombre? Todo lo que tenemos, todo lo que necesitas, esta aquí. Míralo, es hermoso. ¿Dónde quieres ir? Vamos para allá.

Un viento, tal vez del sur, hinchaba los eslóganes políticos de las velas, la proa se alzaba orgullosa y su mascaron de proa, maniquí manco, vestía aquel traje robado. La madera crujía de ansias por navegar y las provisiones abarrotaban las lavadoras de las bodegas.

Girando sobre una silla de oficina en lo más alto del buque, cada vuelta iba mostrando una imagen más lejana del horizonte. Kilómetros de tierra de secano por delante, y mas kilómetros de dehesas después, y luego bosques y más bosques hasta que el granito desgarra el cielo en la sierra. Y ni rastro del mar.

Ahora con las piernas colgando por estribor, Julio Marín pensó en voz alta:

-Siempre falta algo. Le faltó algo a esta vida torcida, le faltó algo a aquellos ojos negros, como a este barco le falta un mar.

Un poco antes de las nueve, acostado sobre las vías del tren, Julio Marín podía ver la silueta del barco recortada en un cielo malva. Detrás de la colina festejaban algo los gitanos.

Alejandro Millán

Madrid 2008

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