domingo, 13 de junio de 2010

Autorretrato subterraneo



"<<Aqui se acaba el camino- le dije -.


Ya no me quedan fuerzas para más>>


Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue.


Sentí cuando cayó en mis manos el hilillo


de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.”




Dejamos este Madrid sembrado de recuerdos, nuestras siluetas impresionadas en las paredes, la banda sonora de la memoria reproduciéndose en bucle. Ya no paso más por esos lugares. Ahora que ya no somos, que solo soy. Ahora que solo soy yo, y a duras penas, evito cruzarme con mi propia silueta junto a la suya. Ahí están, los recuerdos, paso de puntillas a su lado para no despertarlos. Pero no son solo esos lugares, esas calles, esas estaciones de metro y paradas de autobús que nunca veo con los ojos abiertos. La mente se encarga de tejerlo todo, de elaborar el mapa que me lleva de la estación más inane a aquellas de susurros y besos lentos, besos tatuados por dentro de los párpados para que cruelmente no dependa el recuerdo de la memoria.


Entonces me muevo por la ciudad minada, mirando cada vez más hacia abajo para escabullirme de las trampas de la melancolía. Tan abajo y tan ausente que empiezo a notar mi gradual camino a la transparencia, y tambien que puedo ver a quienes antes no podía. Otros como yo, igual de pequeños, igual de transparentes, igual de heridos e igual de cobardes. Les veo buscando sus fantasmas en los ojos de extraños, en su cabello, en sus voces, en los olores que viajan en los vagones aun cuando los han abandonado sus dueños. Y los veo asustarse como perros famélicos, esconderse en si mismos cuando creen que de verdad se han cruzado con sus fantasmas, porque saben que ese fantasma está vivo en alguna parte, y que al contrario que ellos, su vida se hace patente en su imagen, no hay que hacer esfuerzo alguno, como pasa con ellos, como pasa conmigo. Pequeños y transparentes.


Me distrae mirarles, y ver que son tan iguales y tan distintos. Tan como yo pero con historias tan dispares. A veces me veo como desde fuera mirándoles, y me veo buscando una mano en el aire, una mano que me diga que no soy como ellos. Buscándola en disimulados movimientos, con la torpeza de un ciego de estreno, y coincide la derrota con el plano general del vagón donde me confundo entre el resto de seres de humo.


Fuera del metro y de sus escaleras mecánicas sin abrazos, me esperan el resto de trampas. Me esperan los hijos que nunca nacerán, las manifestaciones ajenas de cariño, los autobuses que llevan a su casa, el conflicto entre el síndrome de abstinencia del amor y la necesidad del olvido.


Por si no lo sabian ustedes, pese a nuestro diminuto tamaño no somos pisoteados por nuestra consistencia gaseosa. Esperando en las colas somos como la sombra del que va delante y perdemos así muchos turnos. Nuestras voces son confundidas con ruidos marginales y el volumen conjunto de nuestras lágrimas cimarronas, con la humedad de cualquier borrasca al acecho; y la sal cristalizada de las lágrimas cautivas por represión, con afortunados hallazgos en forma de piedras que luego resultan no ser tan preciosas. Sal caballero, ni más ni menos. Nosotros no las llevamos a tasar, conocemos su justo valor, y de conservar algo de sangre en las venas tal vez alguno llevaría flores donde se encontró el sedimento cristalizado de un alma agotada.


Podría también no volver a pisar Madrid, pero aun quedarían mas catalizadores de recuerdos, como mi irremediable soledad en los espejos, afeitarme el bigote metodicamente para no pinchar o, simplemente, mi propia desnudez sin la suya. Así que seguiré volviendo a ese Madrid minado, y seguiré sin querer buscando el resquicio de placer en la nostalgia. Seguiré quizás imaginando historias de seres transparentes y cadáveres salinos, hasta que como ahora me distraiga algo y la realidad me ofrezca mi propia imagen, sujeto a la barra del metro, buscando una mano en el vacío, mientras espero llegar quien sabe donde en este Madrid eterno.



Alejandro Millán,


Madrid 2008



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